Pese al continuo sentimiento de rendición que he sentido en las últimas dos semanas, todavía queda una parte de mí cuyo poder no es ínfimo ni de lejos. Una parte que desearía que lo que ocurrió no se quedase estancado como un hecho sin la más mera importancia; una parte que anhela con revivir aquellos momentos tan maravillosos y crear cada día unos nuevos. Una parte que, al fin y al cabo, te añora.
Todo este despliegue de sentimientos puede parecer un poco repentino y pueril -a mí mismo me lo parece- y me sorprende cada día más. Pero es la única forma de la que puedo verlo en estos momentos. No puedo cambiar lo que pienso, lo que siento, lo que quiero.
Hoy he mirado mi reloj: 2 de octubre. Aparentemente una fecha normal. Pero enseguida he advertido un dato preocupante: ha pasado un mes desde la última vez. ¿Un mes? No podía ni puedo creer que haya estado 30 días desperdiciando mi vida. 30 días en los que podría haberla vivido sin más, disfrutándola; y eso hacía, al menos en apariencia. Pero la realidad se encontraba en mi interior y cada día es más tangible.
Soledad, congoja, cambios de humor, rabia, impaciencia, dolor, pasividad.
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