Aquella era una noche oscura y solitaria para ella. Pese al ruido, las luces y el movimiento incesante a su alrededor, las sombras de la nostalgia la perseguían.
La ciudad estaba llena de personas con historias, de colores en carteles, de música, de coches molestos desapareciendo a lo lejos. Y, sin embargo, ella era incapaz de oír nada, de sentir nada.
Nada salvo su propio dolor, sus lágrimas resbalando por sus rojas mejillas o su cabello revuelto, su tristeza, su impotencia y sus ganas de desvanecer entre la muchedumbre y no volver a aparecer, para no pensar, para no afrontar la realidad. Al fin y al cabo algo sentía, pero nada de lo que la rodeaba. Corría sin cesar y sin un lugar al que ir, ajena de todo, en su pequeña burbuja. Sus piernas estaban agotadas y no podrían soportar mucho más, pero la princesa seguía corriendo, huyendo, de ese mundo que no la comprendía, que la ignoraba.
Nada salvo su propio dolor, sus lágrimas resbalando por sus rojas mejillas o su cabello revuelto, su tristeza, su impotencia y sus ganas de desvanecer entre la muchedumbre y no volver a aparecer, para no pensar, para no afrontar la realidad. Al fin y al cabo algo sentía, pero nada de lo que la rodeaba. Corría sin cesar y sin un lugar al que ir, ajena de todo, en su pequeña burbuja. Sus piernas estaban agotadas y no podrían soportar mucho más, pero la princesa seguía corriendo, huyendo, de ese mundo que no la comprendía, que la ignoraba.
Necesitaba despertar.
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